Pasé del todo a la nada, de la gloria al infierno. De ser una gran profesional a ser la perfecta inútil. Pasé de las alabanzas y sanas envidias de la familia, de los amigos y amigas a sus frases compasivas y animosas. ¡Qué vergüenza!, me veía pequeñita, muy pequeñita y de trapo.

Durante años recibí la palmada en la espalda: si la empresa va bien a todos nos irá bien. Somos una gran familia… Hora me acordaba con rabia, de aquellas consignas, mil veces escuchadas y mil veces repetidas  a mis subordinados y a mis  subordinadas. Yo era la empresa, así lo creía. No  había otro yo posible que ser la representante de una importante multinacional. No había para mí más vida que la que marcaba la agenda de la empresa.   Trabajaba todas las horas del día y m´s que hubiera. Lo más triste es que me sentía identificada con aquella trampa mortal, con aquella gran mentira. La empresa no era mía, ni formaba parte de mi familia y cuando a la empresa le iba bien, a mi me iba mal y cuando a la empresa le fuese mal a mi me iría peor.  Un día me convertí en un estorbo. Me hice mayor, disimulaba las canas y mis hormonas andaban revolucionadas (esto fue uno de los rumores que se habían extendido). Se necesitaba gente joven más barata y yo, además de cara,  ya no encajaba en la política de la empresa. Todo lo que tiene cabeza puede ser decapitado y hay quien todo lo arregla así; cortando cabezas.

Pero, de todo esto me di cuenta cuando caí al  vacío. Un vacío negro en el que se sucedían las crisis de ansiedad, la angustia, el dolor físico, los vómitos, el insomnio,  la tristeza, el llanto… No sabía quién era, desde luego no era la misma de hacía unos meses o unas semanas y tampoco era la que sería al día siguiente. Fui cayendo por aquel agujero negro sin encontrar derechos a los que agarrarme para frenar la caída mortal. Estaba convencida que el derecho laboral me protegería.   Me encontré tarde con la realidad: somos el eslabón más débil de la cadena por mucho que nos intenten engañar. Por mucho que nos quieran confundir con nuestros agradecidos ascensos laborales y nuestros puestos de responsabilidad en la empresa. Hay quien, mientras yo me caía, me pidió pruebas, pruebas contundentes que demostrasen mi inocencia. Por fin, me estrellé contra el suelo. Intenté ponerme en pié cuanto antes porque sabía que si no lo hacía inmediatamente me quedaría allí para siempre. En cuanto conseguí mantener el equilibrio comencé a dar mis primeros pasos. Lo siguiente era redescubrir quien era yo. Sabía que era alta, morena y bien parecida… pero ¿Qué más? Había que empezar la búsqueda desde el principio.

Un día de primavera subí con mi madre al monte del Castro; mi pobre madre  presa del verdugo  alzheimer. Observé  el paisaje que había olvidado entre las prisas y las responsabilidades adultas:  las apacibles Islas Cíes alineadas  con el horizonte. Era el paisaje de mi infancia. Me sentí reconfortada pero, no pude impedir las lágrimas que me provocaron los recuerdos de la niñez… Mi madre me apretó la mano,  me miró clavando sus ojos en los míos y  me sonrió. Por un momento pensé en un milagro y con la voz dulce y aterciopelada, como yo la recordaba, me preguntó  ¿e ti, de quen  ves sendo? Y   volvió a perderse en el olvido. Éramos dos mujeres con sus cabezas separadas del tronco.