Siempre existe un detonador que cuando llegas a lo más hondo, a lo más profundo del pozo, te impulsa hacia arriba. Puede ser un libro, una situación, una persona, etc…. Para mí fue mi perro.

Era un domingo, yo llevaba unas semanas de baja, y no me apetecía moverme del sofá para nada, sólo quería quedarme quieta, como si esa quietud sirviera para detener el torbellino de pensamientos que se repetían, detener mis sentimientos, quería dejar de sentir. Hacía mucho tiempo que quería tener un cachorro, y ese día mi marido me dijo “vístete, cielo, vamos  a ver si encontramos un perro”. Fuimos, y volvimos a casa con un cachorro de 2 meses asustado y lleno de pulgas.

Pasados unos días, ya correteaba por la casa feliz, pero un día comenzó a estar triste, dejo de comer, y se puso muy enfermo, distintas circunstancias llevaron a tenerlo en casa con un suero para alimentarlo. No podía dejarlo solo esa noche, y durmió conmigo en un sillón. Fue una noche larga… y mirándolo me di cuenta de que estaba en el ahora, sin luchar, era pura aceptación. Lloré, lloré porque en ese instante comprendí que llevaba meses resistiéndome a lo que era, a la realidad que me envolvía, a lo que yo consideraba injusto, a los deberías que resonaban en mi cabeza, al dolor. Lloré hasta que no me quedaron lágrimas, anteriormente no había podido hacerlo, solo sentía una opresión que no me dejaba respirar. Eso me hizo traspasar el dolor, la pena, la angustia que sentía, y aceptar que en la situación en la que me encontraba no podía transformar un ápice de mis circunstancias exteriores, que si quería salir de este pozo debía cambiar yo, cambiar en mi interior. Aún no sabía cómo, pero si el porqué. Quería volver a sonreír, quería vivir sin miedo, quería volver a ser YO.