Hace años, no muchos, decidí escribir un libro sobre mobbing. En aquel tiempo ni se sabía, ni se hablaba tanto de  este problema. Pocos  casos salían a la luz y encontrar ayuda era una tarea ardua y de escasos resultados. Pensé que este libro sería además, una buena manera de resarcirme ya que me permitiría ayudar a otras víctimas. Quería un libro que relatase experiencias reales que hicieran visible lo invisible. El libro no salió adelante y hace unos días haciendo limpieza en mis cajones, encontré la entrevista con la que comenzaba el libro. Olvidado ya el proyecto literario pensé que lo mejor era rescatarla de las tinieblas del cajón y que recibiera la luz de este blog.

Se trataba de Manuel que ejercía como ingeniero en una empresa dedicada a la investigación y desarrollo en el sector de la automoción. Estaba en los cuarenta años. Un número  que para muchos y muchas marca un antes y un después en nuestras vidas. Hay a quien los cuarenta le supone un altillo desde el que contemplar nuestro bagaje y el camino que nos queda por recorrer.

¿Cómo definiría yo el mobbing? Me contesta con otra pregunta. ¡¡ Ufff!., tiene las piernas cruzadas y se balancea ligeramente  apoyándose en su silla giratoria. Estoy sentada frente a él. Está nervioso o eso me parece. He comenzado la entrevista hablando  de cosas mundanas para que el ambiente se distienda y el alma pueda confesarse, sin temor a ser juzgada. Estamos solos. He puesto la grabadora a funcionar sobre la mesa que nos separa.  Detiene su balanceo para agachar la cabeza y juguetear con los cordones del zapato. Se demora en su respuesta porque para él no es fácil encontrar  las palabras con las que definir la violencia brutal que durante un tiempo, para él interminable, le arrebató su vida. Sabe que ellas, las exactas, son imprescindibles para que la grabadora pueda recomponer tal cual su vivencia y que los demás, desde fuera, la puedan visualizar como si de una película se tratase y alcancen así a comprender en toda su amplitud la peor, con mucho, de sus experiencias vitales.

Tiene la imperiosa necesidad que nada quede en el aire, con dudas que pongan en entredicho su credibilidad. Tiene miedo a no poder dibujar con sus palabras, ahora tan valiosas, su historia.

Lo definiría como un infierno, responde al fin, con la mirada ahora puesta en mis ojos. ¿Qué recuerdo?…. El trato ofensivo, la impotencia para defenderte pero sobre todo el vacío. No poder contar con nadie, ni para tomar ese café,  es duro. Luego están las tensiones en casa o con los amigos que incluso al final acaban por alejarse porque eres insufrible. Cambias y nadie lo entiende.

Recuerdo las interminables  noches sin dormir preguntando ¿Qué he hecho mal? ¿Cómo puedo resolverlo? Ideando mil maneras de reconciliación, primero, de justificarlo todo como un mal entendido y después de buscar salidas. Pero no puedes hacer nada porque la decisión ya está tomada. La tomaron ellos o ellas y ya no hay vuelta de hoja. Eres el objetivo… Un objetivo desarmado, frente a un ejército bien organizado. Luchaba por mantenerme en pie cuando estaba malherido.

Recuerdo lo dulce que me sabían las tardes de los viernes y el pánico que me producían las tardes de los domingos. El miedo a volver,  me abocaba a una  soledad en la  que nadie ni nada tenía cabida.

Recuerdo la tensión con la que acudía al médico a recoger el parte de baja semanal, temiendo que en cualquier momento me extendiera el alta y tuviese que reincorporarme a la empresa. Recuerdo la impresión de ser interrogado por la Inspección Médica, estar bajo sospecha de ser un falso enfermo, un embaucador que suponía un alto coste al Estado. El alma no sale en las radiografías.

Recuerdo el sufrimiento de mi mujer, atenta a cada uno de mis pasos, de mis  movimientos,  de mis gestos temiéndose lo peor.

Recuerdo un continuo dolor en el pecho, la tristeza,  el llanto irreprimible  de un niño ya adulto que no debe llorar. Recuerdo la vergüenza de mis manos siempre temblorosas ante la mirada de los ajenos. Recuerdo como la locura me cercaba.

Recuerdo los largos paseos mecánicos con mi padre que luchaba por  rescatarme del pozo y devolverme a la vida.  Ya entonces había enmudecido.  La angustia me estrangulaba e impedía las palabras.

¿Cómo y cuándo empezó? En el principio del fin, como se suele decir. Era el becario. En mi último día  el director general, me llamó a su despacho. Me dijo que tenía muy buenas referencias sobre mi trabajo en la empresa.  Me felicitó. Era un hombre escueto, pero, de vez en cuando esbozaba una sonrisa. No se dejaba ver muy a menudo. Todo el mundo hablaba del director general y en todo el año que había estado prestando mis servicios solamente lo había visto una vez. Era una táctica. El ojo de Dios que todo lo ve. El caso es que me ofreció trabajar allí. Vamos, que cuando acabara con mi plan de formación tenía un puesto esperando por mí.  Más sonrisas, más alabanzas, un apretón de manos y… Seis meses después estaba fijo en plantilla.

¡Quién lo iba pensar!  Aquel contrato que llevaba una  ilusionada firma no era más que mi condena al sufrimiento. ¿Las causas?… En aquella empresa por miedo o por lo que fuese,  nadie se atrevía a exigir nada y yo exigí lo que me correspondía  por derecho, ni más ni menos, no estaba dispuesto a que me explotasen. Pero, ¿Qué  pasaría si la empresa cedía? Esto podía dar pie a que  el resto de la plantilla siguiese mi ejemplo. Se necesitaba un castigo ejemplarizante.

Era mucho el tiempo dedicado a la empresa. Apenas tenía vida social y la que tenía se reducía a los sábados en el supermercado y a los domingos en casa de mis padres o de mis suegros. A la mía, sólo iba a dormir y las veces que iba a comer, eran contadas. Pero no me preocupaba. A pesar de todo estaba ilusionado. Era joven y ambicionaba ejercer mi profesión con éxito. Disfrutaba con cada logro. Dos años después de entrar a trabajar en la empresa me casé con Lucía, mi novia de toda la vida.  Estábamos eufóricos. Aquél era el momento…

Fue cuando nació  María cuando todo empezó a cambiar para mí. Su llegada sacudió los cimientos de mi vida. No me la podía sacar de la cabeza. Estaba ensimismado e ilusionado y empecé a hacer planes.  No me quería perder  lo que ya me ofrecía aquel pequeño ser, nada más salir del vientre de su madre y asomar su cabeza a la vida.  Me planteé pedir el permiso de paternidad de antemano. Sabía que era imposible pero aún así lo solicité y después de mucho pelear lo conseguí.

A partir de aquí  lo primero que hice fue reivindicar un  horario de trabajo. No estaba dispuesto a seguir con aquellas jornadas interminables. Me daba igual si el trabajo se terminaba o no. Me planté: Si queréis que el trabajo salga adelante, es  hora de que se contrate más personal y se reparta la carga de trabajo… También quería mis vacaciones en tiempo y forma… ¡Pobre de mí! Porque a partir de aquí  la empresa  tomó sus medidas.

Me mandó al infierno… Lo que continúa es fácil de imaginar. Sólo el tiempo y la mirada de mi hija me reconfortan y en cierto modo me ha permitido olvidar y como decía mi padre, que sea Dios quien perdone.